Monday, March 9, 2009

Cicatrices de Guerra

Llegaron a la ciudad de Jiquilisco con órdenes exclusivas de desaparecer a todos los mariguaneros, homosexuales, ladroncillos, y simpatizantes de la guerrilla. Ser sospechoso solamente, te calificaba para estar en la lista, pero nadie en la ciudad imaginaba la magnitud del terror que había arribado disfrazado de autoridad. Les dimos el nombre de “Azules,”por el color de uniforme que vestían. Al principio se mostraron como protectores del orden, amables y bien portados, pero tan solo era una táctica macabra para ganarse la confianza de la gente y averiguar de sus vidas. El parque hasta entonces había sido el lugar favorito de chicos y grandes. Por las tardes, mientras yo jugaba con mis amigos “ladrón librado,” o observábamos a los novios besarse desde arriba de algún árbol, o molestábamos a las vendedoras de pan dulce que se dirigían al mercado municipal, en fin, el parque por las tardes tomaba vida propia. Las tórtolas y pájaros alas blancas que volaban desde el obelisco campanario de la iglesia, situada frente al parque, hacia el jardín, le daban a las tardes un calor humano indescriptible, lleno de inocencia y juventud, calor humano y hermandad.

Corría el año 1982, yo tenia 13 años y mi primo Guillermo “El Toro,” 18. El Salvador celebraba la ida al mundial de fútbol en España y los chicos de mi edad colectábamos las tarjetas de los integrantes de las diferentes selecciones de fútbol para llenar nuestros álbumes. El parque, era el mejor lugar para intercambiar o apostar tarjetas con los demás cipotes (chicos). De repente, mientras jugábamos cara o cruz en el piso, con nuestras tarjetas ajadas y sucias en las manos, los “Azules” llegaron y nos prohibieron jugar en el parque; llevaban a Chungo, un amigo del barrio, con las manos atrás y con sus dedos pulgares amarrados con cáñamo negro. Ni yo ni los demás cipotes entendíamos nada de lo que estaba sucediendo. Al llegar a casa, mama Paca me pregunta si yo he visto a Guillermo y yo le respondo que no. Guillermo (El Toro), y un grupito de amigos de familias adineradas de la ciudad, tenían fama de consumir mariguana, es mas, mi primo sembraba y distribuía, los soldados, la policía nacional y hasta los mismos Azules, eran sus clientes fieles. Todo había cambiado después de la llegada de los Azules, ahora buscaban a Guillermo para darle jaque, pero El Toro era más astuto que ellos y los burló huyendo de la casa minutos antes que esta grulla de carniceros a sueldo llegara por él. Con 100 Colones en el bolsillo (20 -30 dólares) zarpó rumbo a la USA. No volvimos a saber de él por 12 años.
El Comandante de esta milicia de hijos de puta que había llegado al pueblo, tenía cara de cerdo bien comido, ojos negros como su conciencia y un mostacho delgado que daba la impresión de haber sido dibujado con un lápiz. Era chaparro y de patas chicas, con todas las grandezas horrorificas y la sangre fría que acompaña a un verdugo, pero todo esto la gente del pueblo no lo sabía. A la semana de haber llegado e instalado la nueva comandancia, la lluvia de sangre y plomo comenzó a caer sobre mi bella ciudad de Jiquilisco. Las madres verían a sus hijos, inocentes y culpables, ser arrastrados de sus camas a media noche para nunca mas volver. Las noches se volvieron infernales. Se escuchaba a los perros avisar con sus latidos fúnebres, que la muerte rondaba cerca, a media cuadra, en el patio, en tu puerta, a toda hora. Todo se volvió una pesadilla, un Apocalipsis sangriento. Ya ni los pájaros visitaban el parque, todo era tristeza, miedo, silencio. Los jóvenes como yo, creíamos que todo había llegado al final, pero no era si, todo recién comenzaba, era solamente las uñas las que estábamos viéndole a la bestia, faltaba que mostrara sus colmillos hambrientos de carne y sangre.

A medida pasaban los días, y la Guerra Civil (Revolución) se hacía más visible, el gobierno puso su bota fascista e Imperialista en el acelerador para contrarrestarla a toda costa. “La Ley Marcial,” fue decretada arbitrariamente. Ahora, nadie podía permanecer fuera de sus casas entre las seis de la tarde y las seis de la mañana, y todo aquel que fuese encontrado violando esta ley, era masacrado sin hacer preguntas. Se volvió una ocurrencia común, escuchar ráfagas (G-3, o M-16) de disparos por las noches. Luego al día siguiente encontrábamos a una, dos, o tres personas muertas, tiradas en la calle como animales. Habían sido personas que no pudieron llegar a sus casas a tiempo, por algún retraso cotidiano. Otras veces eran borrachitos que se habían dormido en el portal después de darse unas copitas, o gente pobrecita que limosneaba y vivía donde les agarrara la noche. Un día viernes 13, el colmo de los colmos se hizo presente. Una pilada de cabezas, manos, brazos, piernas y torsos aparecieron en el parque, frente a la iglesia. Yo recuerdo el olor a sangre seca, y las moscas volando o pegadas a algún miembro humano. Los cuerpos estaban todos desnudos y tenían señales de martirio. Mujeres y hombres, niños y adultos. El aire estaba preñado de un olor a cuerpos en descomposición. Los rayos del sol hacían el olor más penetrante y nauseante. Una carpa larga de dos metros aproximadamente, con un letrero que decía, “Muerte a los enemigos del pueblo. Muerte a los orejas (informantes)” se encontraba sobre los cadáveres, firmado por el “Escuadrón de la Muerte.” Era una escena, o cuadro diabólico que llevaba la intención de sembrar el pánico y la desconfianza entre la población. Jiquilisco mas nunca volvió a ser el mismo, y ver personas muertas tiradas en las cunetas de las calles yendo o viniendo de la escuela se transformó en pan de cada día.
La semana entrante, Simón, Miguel y Will, desaparecieron como por arte de magia. Tres días después sus cuerpecitos fueron encontrados decapitados cerca de Santiago de Maria. Eran muchachos liberales de buenas familias, vestían bien, escuchaban rock y fumaban hierba. Yo en varias ocasiones, mientras andaba visitando la cruz de mi madre en el cementerio, los había visto fumando, pues el cementerio era el escondite favorito para darse un tabaquito. Tenían entre 13 y 18 años de edad, siempre me trataron con respeto y me aconsejaban de la presente situación del país. Me fascinaba sus formas de hablar, era un caliche gringo-mejicano, y todo comenzaba y terminaba con ‘Men’ (Me entiendes men. No! Men. Men está buena la hierba. Men, si nos agarran nos matan). Un día antes de sus desapariciones habíamos estado en el cementerio escuchando música de Pink Floid. La rolla que mas nos gustaba era “Un ladrillo mas en la pared, (Another brick on the wall).” Cuando me enteré de sus muertes lloré sin cesar, lloré ríos de angustia, rabia e impotencia. Lloré por mis amigos y sus familias; lloré y sentí odio, pero no sabia a quien odiar o a quien culpar. Todo el pueblo asistió al funeral, y se notaban los espías de los Azules en la multitud, pues ellos no sabían que toda la gente del pueblo de una u otra forma éramos familia, cercana o lejana, y conocíamos quien era quien. Las muertes continuaron…
Días después, para mantener la bota en el acelerador, otro natural del pueblo fue encontrado en el cementerio de una forma caníbal y cobarde. Era de conocimiento común que “El Choco Osmin,” era homosexual, que no es lo mismo que ser pervertido sexual. La cosa que apareció desnudo con el pene cortado y metido en la boca. Su cadáver tenía chupones en el cuello, como cuando los amantes terminan su apogeo pasional, había sido violentamente violado; habían introducido objetos espinosos en su ano y lo dejaron con las manos abiertas en cruz sobre una bóveda azul y un letrero de manta que leía, “Por culero,” yacía a un costado. El choco Osmin era mayor de edad, yo lo conocía bien, vivía cerca de mi tía Carmen, siempre amable y respetuoso con los jóvenes, aunque era evidente su comportamiento afeminado. Tenía muchos amigos y amigas, era bien querido y estimado. El cementerio se volvió el lugar predilecto donde los jóvenes como yo podíamos observar y ser testigos de todas las distintas formas de ser asesinado. Todos los días aparecían cuerpos mutilados, todos los días mis amigos y yo íbamos a verlos.
Al pasar del tiempo, se hizo público una lista negra que apareció milagrosamente. En ella se encontraban los nombres de muchos jóvenes, los ya asesinados y los futuros prospectos. Ya no era ningún secreto, nos habían declarado la guerra sin previo aviso. Había que correr o pelear, rezar o actuar, morir o morir, solo era de decidir como queríamos morir si de pie o de rodillas. Muchos de los jóvenes de mi camada, primero sentimos miedo y pánico, pero luego esos sentimiento se fueron transformando en rencor, en valentía guerrera, en agallas. El miedo desapareció por completo de nuestras vidas, ya nada nos causaba miedo, nos habíamos acostumbrado a la muerte, habíamos muerto más de mil veces cada vez que presenciamos tanta carnicería humana. Cada vez que nos mataban a un familiar, cada vez que nos torturaban acusándonos de guerrilleros, cada vez que nos robaban las novias y luego las violaban mientras nosotros mirábamos y nos tragamos las lágrimas y los gritos. Tanta violencia vista a tan temprana edad, nos había dado la impresión de que Dios nos había dejado solos y en su lugar reinaba Balzebu. Ya ni dios nos podía salvar, solo nuestro valor y coraje.
Fue entonces que el gobierno optó por el reclutamiento forzado de jóvenes que luego serian mandados a los Estado Undidos o Panamá a ser entrenados en el arte de la guerra, la tortura y la muerte que luego practicarían contra sus mismos hermanos y familiares en el país. Las escuelas se volvieron zonas de reclutamiento masivo. Los estadios de fútbol, los cines, las fiestas patronales, yendo para misa los domingos, en el mercado, en el río, en la montaña, ya no existía ningún lugar para ponerse a salvo. El éxodo masivo a Mexico, Guatemala, o Honduras, pero más que todo a ciudades como Los Ángeles, Houston, Nueva York, Toronto o Montreal hizo acto de presencia en mi linda tierra de El Salvador. Muchos de mis amigos de juventud que asistían al noveno grado, todos aquellos de familias adineradas se enlistaron en las fuerzas aéreas del país, los que carecían de influencia terminaban reclutados por las fuerzas militares. Otros se unían a (Los Muchachos) guerrilleros, pero nadie sabia a ciencia cierta de que se trataba la guerra que estábamos viviendo. Otros inmigraron con sus familias. El silencio era rey.

Pronto, la mayoría de jóvenes como yo que no podíamos irnos del país por ser menores de edad o por no tener a un familiar en el exterior, aprenderíamos a desarmar y volver armar un M-16 en menos de tres minutos. Podíamos reconocer, con solo ver el agujero en la piel de alguna victima, con que clase de arma y calibre había sido liquidado. Nos volvimos expertos en reconocer los sonidos de los disparos en la distancia. Si el eco se escuchaba dos veces, era un rifle ‘Galil.’ Nuestras vidas estaban rodeadas de violencia, sangre, gritos, masacres en masa, decapatizaciones con machete distintas y, desamor. Conocimos y vivimos de cerca con la muerte. Mucho antes de aprender Algebra o a leer y escribir bien, aprendimos el turbio arte de sobrevivir la guerra. El miedo, aprendió a tenernos miedo a nosotros los jóvenes. No teníamos culpa alguna, o conciencia para pesar o medir lo que estaba sucediendo. Pero sabíamos que no nos dejaríamos matar tan fácil, había que defenderse. Todos éramos victimas de la guerra sicológica y sucia que bañaba nuestras costas y volcanes. Nuestras mentes habían absorbido como esponjas, como traumas, como pesadillas sin nombre, todo aquel infierno que nos regalaban los (Adultos) dirigentes del gobierno o la guerrilla, todo era cuestión de gustos.

Sucedió que un buen día, se armó una ofensiva guerrillera del carajo. Se escucharon toda clase de detonaciones: Bombas, granadas, proyectiles, metralletas, 9mm, etc. Fue el final de los Azules. Yacía días que la gente del pueblo (Ciudad) de Jiquilisco había llegado a sus limites de tolerancia con estos “cerotes de mierda,” asesinos de la raza, así es que cuando este incidente tubo lugar y todos los Azules fueron eliminados, incluyendo al Comandante cara de cerdo bien comido, nadie derramó una lagrima por ellos sino al contrario, el incidente fue recibido como símbolo de venganza. Como un decreto de justicia divina por haber asesinado a tantos jóvenes inocentes. Como la retribución de un dios que no olvida a quien maltrata y mutila a sus criaturas. Como el espíritu valiente de las almas masacradas que volvían a reclamar ecuanimidad. Hay gente que dice que, “Dios tarda pero no olvida,”yo no sé si creer en eso, pero si me gustaría que no tardara tanto, talvez así mis amigos, mis hermanos, mi sangre, mi gente, no habría muerto. Talvez así, mi juventud, mi pubertad y la de muchos de mis paisanos del alma no habría sido castrada o degollada. Talvez así, yo no padeciera pesadillas ni creyera en el infierno.

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